Una. En el ombligo de la montaña. Gigante. Con personas que me quieren. Con el espíritu de los que se fueron pero no quieren abandonarla.
Y desde ella veo la bahía y el mar a lo lejos, desde hace más de veinte años. Y conozco todas las tinturas posibles que cobra. Embravecido, en calma, de noche, de verano, y muchas veces silencioso.
Recorro esa casa y veo las marcas de guerras pasadas. Momentos vividos, millones.
Huele a mis recuerdos. Cierro los ojos y en ella oigo antiguas risas, lloros, gritos, y también silencios.
Vivo en ella, y convivo también. Con mis padres. A veces con mi abuelo. Que me enseña mucho de la vida. El último mohicano.
Otros decidieron irse y construir un nuevo presente. Crecieron conmigo, y hay días que aun les veo revolotear por casa. Pegándonos por la tele. Llorando en trío al morir nuestro perro. Compartiendo secretos. O agarrándonos a pelo vivo con la escoba de mi madre por medio.
Y luego está la otra. Pequeña. Tranquila. Juega con las olas del mar tanto que casi pueden tocarla.
Tiene ventanas blancas a través de las que veo islas y olas. Horizontes y faros.
En ella solo estoy yo. Y a veces un alma que ha aprendido a ser libre, y que me acompaña.
Es joven, apenas tiene recuerdos. Pero tiene magia. Es mi otra vida. La que comienza. La que está por escribir. Por luchar. Por disfrutar.
Me cuesta visitarla. Pero también levar anclas después.
Ella sabe que aun estoy a medio camino entre el mar y la montaña. Y aguarda. Como los buenos.
Mi abuelo me amenaza. Me dice: El día que abandones la montaña, no cuentes conmigo.
Pero hay otras que vacilante me pregunta si quiero que estemos los dos junto al mar.
Yo me río. Y miro hacia la bahía. En algún momento he de dar el paso.
Raíces y alas. Una o la otra.
Mientras los que me quieren callan. Expectantes. Sabiendo que el momento llegará.
Pero hoy no. Hoy regreso a la montaña de nuevo.
Y quizá un día encuentre la fórmula. Y no sea una o la otra.
Sino

Y
la
otra.